Reconectando con la persona que era antes de ser mamá
Hay días en los que me cuesta reconocerme.
No porque no me guste la mujer en la que me convertí, sino porque a veces siento que me perdí un poquito en el camino. Me miro al espejo y veo las ojeras que no se van, canas nuevas que aparecieron sin avisar, y un rostro feliz, sí… pero distinto. Como si en medio del amor y el cansancio, parte de mí se hubiera ido.
Antes de ser mamá, mi vida estaba llena de espacios para mí. Mis tardes eran pausadas, tranquilas, llenas de hobbies que me nutrían: pintura, escultura, lectura, tejido…
Disfrutaba de tardes acurrucada con mis gatos, bebida caliente en mano, perdiéndome entre libros, series o documentales. Tenía conversaciones largas con amigos, de esas que se alargan hasta la madrugada, donde hablábamos de todo: política, filosofía, la vida.
Extraño a la chica que planeaba unas vacaciones en horas y salía al día siguiente. Aquella que, si quería hornear un pastel, solo necesitaba limpiar el horno (como buena latina llena de ollas y tiliches) y ponerse a hornear.
Ahora mis días son muy distintos.
Hermosos… pero intensos.
Solía tener largas charlas de diversos temas, y ahora me cuesta tener una conversación que no gire en torno a pañales o el desarrollo del bebé. Me cuesta reconectar con mis amistades sin hijos. Sé que me quieren, pero a veces veo en sus caras que ya no quieren escuchar —otra vez— que mi niño adora Plin Plin.
Salir al súper se siente como una operación militar que requiere estrategia, logística y una planificación digna de un Excel compartido.
Para tener un ratito a solas a veces me encierro en el baño. Mis momentos de escritura suceden de madrugada, cuando todo por fin todo está en silencio. Y sí, a veces sacrifico horas de sueño solo para sentir que tengo un instante que me pertenece.
Y aunque amo profundamente a mi bebé y a mi nueva vida, a veces… la extraño.
Extraño a la que era antes.
La espontánea.
La que era más libre.
La que no vivía en una rutina tan milimetrada, donde cada salida tiene que ser perfectamente orquestada.
Intenté conectar con otras mamás en apps como Peanut. En teoría era justo lo que necesitaba. Pero en la práctica… me abrumó.
Me sentía fuera de lugar. Mi ansiedad me lleno de dudas y termino ganando:
¿Qué tal si no soy tan mamá como ellas?
¿ Y si ya no soy interesante sin mis hobbies, sin mis temas de antes?
¿Y si fallo en público? ¿Y si me juzgan?
Se veían tan seguras de si mismas, tan en control de todo y con mas bebés… y yo tan… yo.
Así que cerré las apps y regresé a mi isla.
Siempre sonriente. Siempre funcional. Pero sola.
El punto de inflexión llegó una tarde cualquiera. Me vi en el espejo y me detuve. De verdad. A mirarme. Mi rostro, mi cuerpo… y mi cabello.
Estaba seco, descuidado… y no me había dado cuenta. Meses sin tratarlo, sin mimarme. ¡Parecía escoba!
Lloré. Me encerré en el baño y lloré con todo lo que tenía dentro. Toda la soledad, la desesperación, la ansiedad… se me desbordaron.
Pensé en cortarlo, pero había tardado tanto en llegar a ese largo. Y con el peso que gané y no perdí con la lactancia (porque sí, creo firmemente que es un mito eso de que bajas de peso dando pecho), no quería verme como un pino de boliche.
Pensé en todo lo que había perdido, en lo mucho que había cambiado… y no supe si quería perder algo más.
Mi esposo estaba preocupado. También él estaba agotado. También sentía el cambio. Tenia semanas intentado ayudarme, pero ni yo sabia cómo explicarle lo que me pasaba.
No era tristeza.
No era enojo.
Era como estar desapareciendo en el fondo.
Borrándome a mí misma de a poco, para que todo siguiera funcionando.
Tocó la puerta y se sentó conmigo. Con la puerta entre nosotros, me dejé ser escuchada. Empezamos a desenredar juntos mis pensamientos, mis emociones. Y comenzamos un plan.
Entendí que si quería volver a encontrarme, tenia que hacerlo con intención. De a poco y a pasitos, sin culpa ni vergüenza.
Empecé con una cita en el salón (patrocinada por mi esposo). Me pinté el cabello. Disfrazamos mis canas con un mechón moderno (por suerte, todas mis canas se concentran en un solo punto). Me hice un tratamiento, salí sintiéndome... divina.
Ese pequeño paso me regreso un poco el animo.
Pase por varios escaparates de tiendas y no podia parar de mirarme.
No fue la solución perfecta, pero fue un comienzo.
¿Y ahora qué?
Soy un trabajo en proceso. En proceso de reencontrarme, de recordar quien era antes y de invitar a esa versión mía a ser parte de esta nueva version de mí.
No quiero volver atrás, y no puedo.
Quiero avanzar a paso firme, más completa que nunca.
Y sobre todo, quiero ayudar a otras mamás a hacer lo mismo.
No estamos solas.
No estamos rotas.
No está mal extrañar quienes éramos, no está mal dudar, ni llorar en silencio.
No desaparecimos.
Debajo de los biberones, las rutinas y los juegos, hay una mujer con ganas de reencontrarse.
Solo tenemos que mirar hacia atrás, encontrarla… y abrazarla.
Si tú también estás buscando reconectar contigo… quédate cerca.
Aquí no juzgamos, nos abrazamos.